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Diario de autor (parte II)

  • emilioprietohurtad
  • 8 dic 2015
  • 3 Min. de lectura

Junio 2012

Miguel Ángel Romero era un joven que tenía una pasión: dibujar. Aunque no podía dedicarle todo su tiempo, porque estaba terminando sus estudios, esperaba ansioso la llegada del verano: tenía tres meses por delante para descansar, 90 días que, tras una reunión que celebramos, decidió consagrar a ‘Frizie’.

Le expliqué el alcance y magnitud de mi proyecto. Yo, que ya conocía su talento, quería que él formase parte de la historia, que se convirtiera en mi mano derecha y me ayudara a crear las bases de ese internado en el que iba a vivir durante algunos años. No quería contar un relato sin conocer previamente a sus personajes, así que le propuse un reto:


“¿Serías capaz de ayudarme a convertir sentimientos en niños?”.


Sin pensarlo más de dos segundos, aceptó. Así, todos y cada uno de los personajes, comenzaron a cobrar vida.


Sin embargo, tenía un terrible miedo: “Serán personajes que solo tengan una esencia y, por tanto, un sentimiento ¡no pueden actuar en base a ningún otro sentir! ¿Y si parecen planos para el lector?”. Necesitaba encontrarles una personalidad acorde y, mientras Miguel Ángel seguía trabajando en su apariencia, yo me adentré en el profundo mundo de las emociones y acudí a especialistas. Los psicólogos Andrés Serrano, Miguel Ángel Palacios, Nuria Fernández, Christian Pinto Coto y David Carrascosa me ayudaron a entender las formas de sentir y actuar de muchos de sus pacientes y la manera de proceder de ciertos niños especiales. Me recomendaron manuales que podría seguir para informarme y, lo más gratificante: me mostraron su ilusión e interés por esta obra que, de cara a la gente que la iba conociendo, sorprendía y emocionaba.


Una calurosa tarde de julio me senté frente a una mesa y comencé a ahondar en cada uno de los personajes: se me ocurrió crear una relación romántica entre la Vanidad y el Arrepentimiento. Al principio no tenía mucho sentido pero, después, me di cuenta de que ella sabía que era hermosa para todos, menos para él, un joven que siempre acababa reculando de sus palabras. De esta manera, esa chica vanidosa siempre se esforzaría por llamar su atención hasta que, casi sin querer, dejó de imaginar el mundo sin él.


¡Me encantó!


Luego pensé en el niño del Miedo y ¡caramba! ¿Qué niño no ha sentido miedo y se ha escondido bajo una manta? ¡Ahí estaba la clave! Cada personaje tenía que tener un objeto de lo más usual para que el lector, fácilmente, lo pudiera encontrar por casa y pensar en uno de los pequeños; además, tal objeto se compenetraría con su don: ¿la Alegría? Caramelos para estimular la endorfina ¡una adicta al azúcar! ¿La Ira? Un tirachinas. ¡La Ilusión? Pájaros (mi madre siempre dice que vivir una ilusión es como tener muchos pájaros en la cabeza). ¿La Ternura? Un peluche… sí, pero era el niño más pequeño del internado ¿por qué no jugar con los objetos de cada uno para estimular sus distintas realidades?


Cuando no tienes pasado y todos tus recuerdos los encierra un mismo objeto, te aferras a él por encima de todo. De ahí nació la idea de introducir a la Codicia como uno de los personajes principales en la trama. ¿Qué pasaría si una niña se dedicará a robar esos objetos a sus compañeros? ¿Cómo afectaría a sus dones? No podía parar de pensar, imaginar miles de aventuras y relaciones entre unos y otros.


El Amor sería un niño ciego. El Odio, una niña con unas gafas verdes. Ninguno vería la realidad tal y como era, pero ambos necesitarían estar juntos para que sus esencias no desaparecieran… me gustaba esa idea y, poco a poco, terminé de innovar todas las tramas, hasta que las dejé escritas para no olvidarlas. Cuando todas las ilustraciones estuvieron acabadas, llegó el momento de redactar el primer capítulo pero, antes, tenía que hacer un sueño realidad.

 
 
 

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